Cuando se pierde la confianza
William Alfaro, periodista
El Diario de Hoy
El Diario de Hoy
Amílcar llegó un día de tanto a su casa en la periferia capitalina. Tenía varios años de vivir entre anaqueles cubiertos de libros, discos de acetato, retratos y “cosas inservibles”, en aquel apartamento que le heredó su madre.
Al abrir la puerta de la vivienda, encontró un desorden impresionante. Su hogar, su última porción de San Salvador, llena de paz había sido violentada.
Tenía miedo dar un pasó más allá del primer escalón. Permaneció inmóvil. Cerró la puerta, y se dejó caer en el pasillo.
En su cabeza comenzaron a llegar viejas conversaciones de amigos y vecinos, quienes le recomendaron miles de veces que asegurara la casa. Que cambiara la puerta de madera por una de esas de hierro y acero, que la chapa era muy delgada y que necesitaba una alarma.
En fin, se recriminó por muchos minutos por no haber sido fiel a los consejos, y pensó que no le quedaba más remedio que ser uno de los miles, de los que se negaba a ser, encerrado en una casa cubierta de metales, en una prisión por el resto de su vida.
Después de superar el miedo ingresó, pensaba que se encontraría con el ladrón, tal vez no esa noche, en sus sueños, que estaría armado con un puñal y tan asustado como él. Los dos querían escapar.
No tuvo más remedio que dejar su casa de par en par e ir a dormir a la casa de un hermano.
Regresó una semana después a su casa, la puerta era de metal, los balcones de acero y afuera, sobre el arco de la puerta había una lámpara, de esas que asustan a los gatos.
Al abrir la puerta de la vivienda, encontró un desorden impresionante. Su hogar, su última porción de San Salvador, llena de paz había sido violentada.
Tenía miedo dar un pasó más allá del primer escalón. Permaneció inmóvil. Cerró la puerta, y se dejó caer en el pasillo.
En su cabeza comenzaron a llegar viejas conversaciones de amigos y vecinos, quienes le recomendaron miles de veces que asegurara la casa. Que cambiara la puerta de madera por una de esas de hierro y acero, que la chapa era muy delgada y que necesitaba una alarma.
En fin, se recriminó por muchos minutos por no haber sido fiel a los consejos, y pensó que no le quedaba más remedio que ser uno de los miles, de los que se negaba a ser, encerrado en una casa cubierta de metales, en una prisión por el resto de su vida.
Después de superar el miedo ingresó, pensaba que se encontraría con el ladrón, tal vez no esa noche, en sus sueños, que estaría armado con un puñal y tan asustado como él. Los dos querían escapar.
No tuvo más remedio que dejar su casa de par en par e ir a dormir a la casa de un hermano.
Regresó una semana después a su casa, la puerta era de metal, los balcones de acero y afuera, sobre el arco de la puerta había una lámpara, de esas que asustan a los gatos.
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