jueves, 21 de agosto de 2008

Hotel Bahía

En 2006, en el mes de mayo se celebró el III Encuentro Internacional de Poetas en El Salvador. En el grupo de invitados estaba el poeta cubano Miguel Barnet, nuestro querido y recordado Heriberto Montano y, curiosamente, el cuentista argentino Pablo Salomone.
Salomone, siguiendo la tradición fantástica del cuento argentino nos regala esta linda historia, que tiene como escenario un rinconcito de El Salvador.

HOTEL BAHÍA

Nadie que viva en un hotel le teme a la soledad

Héctor Abad Faciolince

“Angosta”

… En esos lugares del mundo que quedan muy lejos de donde uno vive, en esos lugares en donde a uno le gustaría vivir pero no vive, en esos lugares, digo, pareciera que siempre pasan cosas que nos resultan extraordinarias. Siempre.

Todo sucedió un mes de mayo de muchísimo calor, allá, en El Salvador, en la América Central… El magnífico bar de parroquianos ausentes con el que se encontró William cuando abrió la puerta que estaba casi escondida debajo de las escaleras y que no había visto hasta ese momento, era una especie de prolongación cálida y acogedora del Hotel Bahía en el que estaba alojado desde el día anterior, en ese tiempo de soledad y de ausencias que había elegido, o que tal vez lo habían elegido.

El bar era uno de esos bares difíciles de encontrar en estos tiempos de plástico, fórmica y metal cromado puestos en cualquier parte: un bar con mucha madera en la barra y en las paredes, con botellas de toda clase en estanterías ordenadas y armarios con puertas de vidrio, con algunos cuadros de tono pastel presumidos por aquí y por allá, y luces orientadas de tal manera que invitaban a la intimidad, luces amarillentas, brunas, “Casi sombras las luces..., y me gusta”, se dijo “Walo”, y dio el inicial y decidido paso hacia adentro.

La noche que el periodista William Alfaro entró al bar del Hotel Bahía, Karla tenía puestas unas calzas negras que eran, apenas, una ceñida segunda piel apenas sobre la piel, enmarcando las tersas ondulaciones de las caderas, las nalgas y las piernas, haciéndolas todavía más sólidas e inquietantes. Eso fue lo primero que miró cuando ella se acercó a escuchar su pedido, esquivando con destreza mesas y sillas.

Karla llevaba también (fue lo que él miró después), una blusa rosada con un escote profundo que le acentuaba aún más sus pechos generosos y de una turgencia magnífica, y en los pies, pequeñitos y delicados, se abrazaban unas sandalias de cuero, negras como las calzas, con unas tiras que se anudaban apenas arriba de los tobillos… Y una vez que estuvo junto a la mesa, él pudo ver también que la mirada de la muchacha, de profundo color tabaco, era mucho más perturbadora que lo que había visto antes.

Karla era una hembra magnífica. Y lo sabía.

-¿Vas a tomar algo? -preguntó con una voz cristalina.

-Una Pílsener, por favor.

-La cerveza no está bien fría, ¿puedo ofrecerte otra cosa?

-Está bien, ofreceme lo que quieras vos.

-¿Para tomar?

-Si no estabas hablando de algo más, sí.

Ella se rió con ganas (la risa era todavía más cristalina que la voz), fue hasta la barra y volvió con una generosa medida de ron, hielo molido y cola en un vaso alto de color verdoso.

-¿Está bien para empezar? -preguntó con un suave y exquisito acento de maldad, sabiendo que estaría bien cualquier cosa que ella le trajera.

-Sí, está bien…, para empezar.

Karla sonrió, miró a “Walo” directo a los ojos, y volvió a su lugar sin agregar nada más.

… Esa primera noche él tomó un par de tragos, después se fue a dormir y soñó un sueño en el que se caía en lo profundo de los ojos de Karla, dejándose caer sin hacer nada por evitarlo. Ese fue el sueño más lindo que había tenido en muchísimos años.

Desde esa noche, él volvió todas las noches al bar y tomó algunos tragos pero, por sobre todo, fue a ver a Karla… La obstinada ausencia de otros parroquianos hicieron que las charlas se hicieran más personales, más íntimas, más confidencias y necesidad. De los dos.

La víspera de dejar el hotel, él se sentó a la mesa que había ocupado cada noche y ella, sonriendo, le trajo una primera medida larga de ron, hielo molido y cola y se sentó a su lado. Como siempre, no había nadie.

William, silencioso y abstraído, miraba con insistencia cada uno de los detalles del bar del Hotel Bahía como si los viera por primera vez, como si quisiera aprendérselos de memoria: las botellas ordenadas, las copas colgando boca abajo sobre un costado de la barra, los cuadros color pastel en las paredes, aquí y allá, las luces (esas luces que eran casi sombras)…

-¿Pasa algo que yo no sé? -preguntó Karla, con inquietud.

-Mañana me voy.

-¿Mañana?

-Es decir, hoy…, cuando llegue la mañana.

Los hermosos ojos color tabaco de la muchacha se llenaron de lágrimas.

-¿Y entonces?

-No sé… Seguramente será tiempo de volver a esa vida que dejé en espera mientras estaba aquí… Seguramente.

-¿Y qué fue este tiempo, William?

-No sé… Tal vez el tiempo que necesitaba para encontrarme.

Los hermosos ojos color tabaco de la muchacha se llenaron de furiosos relámpagos multiplicados por las lágrimas:

-¿Y te vas a ir así, sin hacerme tuya, sin dejarme que te haga mío?

No voy a contar lo que pasó en la habitación esa última noche. No voy a contarlo porque lo que pasó en la habitación les pertenece enteramente a Karla y a William, y sólo a ellos.

Imaginen ustedes si quieren las bocas ávidas, el chocar de los dientes, las lenguas enroscadas, las salivas que se confunden, las manos urgentes, los dedos encabritados, las piernas apretándose, y los sudores que se aúnan, mientras los cuerpos se abrazan y se abrasan, desnudos por primera vez...

Sospechen el olor de los géneros, envolviéndolos en un sopor impar…

Supongan como se inflama, se clava, empuja, se atornilla, se revuelve, se hunde, se desespera, agoniza y resucita esa porción del cuerpo que hace un hombre a William Alfaro

Tramen como late, se abre, recibe, cobija, humedece, resbala, se ahonda, se contrae, se tensa, se inunda, y se distiende esa cavidad que entre las piernas de Karla la hace ser mujer…

Imagínenlos, si quieren, jadear, gemir, morderse, apretarse, arquearse, tensarse y destensarse

Yo no voy a contárselos. Les pertenece sólo a ellos.

Cuando al fin se despertó, “Walo” estaba solo en su cama de la habitación 49, aunque íntimamente temía que iba a ser así. Preparó sus maletas, fue hasta la conserjería, saldó su cuenta, miró hacia la puerta del bar en el que cada noche buscaba a Karla… Pero he aquí que la puerta no estaba, que el bar no estaba, que no había absolutamente nada debajo de las escaleras… Preguntó al señor Roque, el encargado, y éste le dijo que no, que nunca había habido un bar, ni una Karla que lo atendiera en el Hotel Bahía. Nunca…

No preguntó nada más, se despidió y se fue.

Cuando Karla despertó, sola en la cama de su casa, se sorprendió un poco de estar ahí, pero prefirió no hacerse preguntas que, seguro, no sabría cómo responder… Más tarde, un poco antes de las primeras sombras del crepúsculo y como todas las jornadas, fue hasta el hotel para iniciar su trabajo. Antes de abrir la puerta del bar, casi con pereza, como si fuera algo de casual importancia, una nadería de compromiso, preguntó al señor Roque por el periodista ése, el de la habitación 49.

-¿Quién decís?

-William Alfaro, el periodista que estaba alojado en la 49.

-Karla, hija, jamás lo escuché nombrar… Y además, que yo sepa, el Hotel Bahía siempre ha tenido 26 habitaciones.

… En esos lugares del mundo en donde a uno le gustaría estar viviendo pero no vive, pareciera que siempre suceden historias sorprendentes… Esto que les he contado, justamente, les digo que sucedió un mes de mayo de espeso calor, en el país más pequeñito y hermoso de América, allá lejos, en la América Central.

Así fue.

FIN
(En Casatrés, Oro Verde, el 18-08-2008)

1 comentario:

Karla Coreas dijo...

Realmente fantastico...

Gracias a Pablo por este hermoso cuento y a Walo por publicarla.

Karla,
Hotel Bahía