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sábado, 15 de octubre de 2011
miércoles, 7 de octubre de 2009
De la guerra del fútbol a la guerra de los brujos

Esta vez se trata de "La Guerra de los Brujos", concepto mediático con el cual la prensa deportiva ibérica ha dado en llamar a una intensa pelea de nigromancia entre un hechicero español y otro portugués.
El motivo de su duelo, es nada más y nada menos que Cristiano Ronaldo, el estelar y "brillante" ariete que costó la módica suma de 94 millones de euros.
El 28 de septiembre, ElMundo.es publicó un artículo en la cual destacaban las declaraciones del brujo Pepe —no el defensa del Madrid, quien está más loco que Manyula— aseverando que "no soy antimadridista. No tengo nada contra este gran club. Soy un profesional y me pagan muy bien por usar mis poderes. Me han contratado para que Cristiano Ronaldo sufra una grave lesión. No puedo asegurar que se vaya a tratar de una lesión grave, pero sí que se estará de baja más tiempo que jugando. La persona que me ha contratado es famosa y conoce personalmente al futbolista".
Tres días después, CR9 enfrentó al Olympique de Marsella, duelo por la Champions League. Anotó dos goles, y asistió en el tercero, pero no terminó el partido a causa de una lesión, lo que los médicos llaman: una artritis traumática con edema óseo en el astrágalo y un esguince de grado I del ligamento lateral interno del tobillo derecho; o que el chamán vudú llama: un puto pinchazo de las mil quinientas...
Para el domingo, el extremo portugués no pudo viajar al duelo contra el Sevilla, que arremetió con los merengues con un 2-1.
Bueno, ahora el brujo ha vuelto a dar declaraciones. Lavozlibre.com, explica que se ha sumado a la lucha del bien y el mal el hechicero Fernando Nogueira, conocido en Portugal como "el brujo de Fafe", quien fue contactado por un allegado a Ronaldo para que lo proteja.
Pepe ha dicho que la persona que le pagó para joderle la patas a Ronaldo es una mujer con mucho dinero, podría ser Paris Hilton, quien tuvo un affaire con el ex jugador del Manchester United. La socialité dijo, tiempo atrás, que el luso era "demasiado mariquita".
Sin embargo, se maneja que podría ser Nereida Gallardo, un chica española que fue novia Ronaldo, y quien recibió un fuerte desplante del jugador en la salida de una discoteca en Palma de Mallorca.
Esta es la tercera ocasión que Pepe se ensaña con un jugador del Real Madrid. Según él, en 2003, lo hizo con Beckham, Cambiasso, Ronaldo y en 2006, con Casillas, Sergio Ramos, Cannavaro y Raúl.
Habrá que esperar cuál será el fin de este nuevo culebrón y si la llevan al cine tipo Harry Potter, pero con pelotas.
Acá los links de las notas de prensa:
Un brujo amenaza al Real Madrid (El Mundo)
Cristiano Ronaldo: ¿Paris Hilton o Nereida Gallardo detrás del vudú? (La voz libre)
Un brujo amenaza con "hechizar" a Cristiano Ronaldo para lesionarlo (Cadena 3)
martes, 26 de mayo de 2009
"No te salves ahora ni nunca" (Pequeñas palabras)

El Diario de Hoy
Oliverio busca a una mujer capaz de volar, “si no saben volar” pierden el tiempo con él.
“El Lado Oscuro del Corazón” (1992), a través de los poemas de Juan Gelmán, Oliverio Girondo y el recién desaparecido Mario Benedetti, descubre la vida tormentosa de un poeta fracasado, quien se pasa buscando la fortuna entre Buenos Aires y Montevideo.
En una de las escenas, Oliverio enamora a una mujer en un bar, y en la otra esquina de la barra, Benedetti recitaba “Corazón Coraza”.
Esa fue una de las grandes actuaciones del poeta uruguayo, pero no fue la única. Aunque no participó en la segunda entrega de la película, sus poemas volvieron junto a los de Gelman, Girondo, Federico García Lorca, Antonio Machado y Alejandra Pizarnik.
Gracias a Subiela, los poemas de Benedetti regresaron a la gran pantalla en 1996, con “Despabílate amor”.
También participó como escritor en “Oblivion” (2007), “La noche de los feos” (2006), “Miss Amnesia” (2005), “La tregua” (2003 y 1974), “Los pocillos” (2001), “Puntero Izquierdo” (1997), “Capitán-Capitán” (1992), “Cinco años de mi vida” (1988), “Pedro y el capitán” (1984); “Gracias por el fuego” (1984), una de sus más recordadas novelas; “Acaso irreparable” (1976), “Las sorpresas” (1975), y “Dale nomás” (1974). Sin olvidar otras actuaciones en “Palabras verdaderas” (2004) y “La ronda de los Dientes Blancos” (1966).
Ni del cine se salvó el genio latinoamericano, y así se quedó con todos y con nadie.
viernes, 22 de mayo de 2009
Otro cuento de fútbol

Jonathan Swift
Ya por ahí, un amigo de muchos años, periodista también, y cercano a uno de los miembros de la mesa deportiva me comentó que "yo había soltado veneno". Entendí que sabía poco del tema a pesar de que, según él, ya había leído los comentarios sobre el suceso.
Lo dicho en los post anteriores, todo esto es producto de la falta de criterio y la mediocridad. Desde luego que hay temas más importantes y ajenos al humor, pero no es necesario que un día u otro aparezca otro colega silenciado por ese grupito que juega al fútbol por jugar a la canasta.
En fin, yo le veo poco futuro al torneo, y es más grave, cuando se habla de unidad en el gremio, si cada partido termina en una tángana y en la mesa expulsan, casi siempre, a dos o tres. Sin duda alguna terminarán sin jugadores. Eso me causa más gracia y resquemor, sí, es ambiguo.
PD. El epígrafe de este apunte lo robé de una excelente novela que terminé de leer días atrás: La conjura de los necios, obra póstuma y ganadora del Pulitzer 1981, de John Kennedy Toole.
lunes, 20 de abril de 2009
El mundo fantástico de Salarrué (Pequeñas palabras)
El Diario de Hoy

El fenómeno de “Crepúsculo” recuerda otros éxitos en librerías y en el cine. Podemos hablar de series como “Harry Potter”, de la cual la próxima entrega, después de un retraso de nueve meses, se presentará a mediados de julio.
“Las crónicas de Narnia” (The Chronicles of Narnia), obras clásicas de CS Lewis, quien murió en 1963, sin ver en la gran pantalla sus historias, son otro claro ejemplo de la simbiosis creada en la industria del séptimo arte.
Cómo olvidar “El Señor de los anillos” (The Lord of the Rings), de JRR Tolkien (1892-1973), y “Las crónicas de Spiderwick” (The Spiderwick Chronicles), adaptación del libro para niños escrito por Tony DiTerlizzi y Holly Black.
Sobran modelos de estos universos oníricos, y en ellos debemos incluir uno de los nuestros, desconocido por muchos e idolatrado por otros: el mundo fantástico de Salarrué.
Gran parte de la obra narrativa de Salvador Salazar Arrué no tiene nada que envidiar a los populares libros llevados a la gran pantalla. “O’Yarkandal”, cuento publicado en 1929, no sólo cuenta con un vasto universo lleno de fantasía, es capaz de transportar a un mundo casi real a través de las mismas pinturas del creador.
Ahora con la tecnología, además de la creación de “Cuentos de Cipotes”, agrada soñar con ver una cinta con grandes efectos cinematográficos sobre las aventuras del gran “Euralas Sagatara”.
jueves, 21 de agosto de 2008
Hotel Bahía
Salomone, siguiendo la tradición fantástica del cuento argentino nos regala esta linda historia, que tiene como escenario un rinconcito de El Salvador.
HOTEL BAHÍA
Nadie que viva en un hotel le teme a la soledad
Héctor Abad Faciolince
… En esos lugares del mundo que quedan muy lejos de donde uno vive, en esos lugares en donde a uno le gustaría vivir pero no vive, en esos lugares, digo, pareciera que siempre pasan cosas que nos resultan extraordinarias. Siempre.
Todo sucedió un mes de mayo de muchísimo calor, allá, en El Salvador, en la América Central… El magnífico bar de parroquianos ausentes con el que se encontró William cuando abrió la puerta que estaba casi escondida debajo de las escaleras y que no había visto hasta ese momento, era una especie de prolongación cálida y acogedora del Hotel Bahía en el que estaba alojado desde el día anterior, en ese tiempo de soledad y de ausencias que había elegido, o que tal vez lo habían elegido.
El bar era uno de esos bares difíciles de encontrar en estos tiempos de plástico, fórmica y metal cromado puestos en cualquier parte: un bar con mucha madera en la barra y en las paredes, con botellas de toda clase en estanterías ordenadas y armarios con puertas de vidrio, con algunos cuadros de tono pastel presumidos por aquí y por allá, y luces orientadas de tal manera que invitaban a la intimidad, luces amarillentas, brunas, “Casi sombras las luces..., y me gusta”, se dijo “Walo”, y dio el inicial y decidido paso hacia adentro.
La noche que el periodista William Alfaro entró al bar del Hotel Bahía, Karla tenía puestas unas calzas negras que eran, apenas, una ceñida segunda piel apenas sobre la piel, enmarcando las tersas ondulaciones de las caderas, las nalgas y las piernas, haciéndolas todavía más sólidas e inquietantes. Eso fue lo primero que miró cuando ella se acercó a escuchar su pedido, esquivando con destreza mesas y sillas.
Karla llevaba también (fue lo que él miró después), una blusa rosada con un escote profundo que le acentuaba aún más sus pechos generosos y de una turgencia magnífica, y en los pies, pequeñitos y delicados, se abrazaban unas sandalias de cuero, negras como las calzas, con unas tiras que se anudaban apenas arriba de los tobillos… Y una vez que estuvo junto a la mesa, él pudo ver también que la mirada de la muchacha, de profundo color tabaco, era mucho más perturbadora que lo que había visto antes.
Karla era una hembra magnífica. Y lo sabía.
-¿Vas a tomar algo? -preguntó con una voz cristalina.
-Una Pílsener, por favor.
-La cerveza no está bien fría, ¿puedo ofrecerte otra cosa?
-Está bien, ofreceme lo que quieras vos.
-¿Para tomar?
-Si no estabas hablando de algo más, sí.
Ella se rió con ganas (la risa era todavía más cristalina que la voz), fue hasta la barra y volvió con una generosa medida de ron, hielo molido y cola en un vaso alto de color verdoso.
-¿Está bien para empezar? -preguntó con un suave y exquisito acento de maldad, sabiendo que estaría bien cualquier cosa que ella le trajera.
-Sí, está bien…, para empezar.
Karla sonrió, miró a “Walo” directo a los ojos, y volvió a su lugar sin agregar nada más.
… Esa primera noche él tomó un par de tragos, después se fue a dormir y soñó un sueño en el que se caía en lo profundo de los ojos de Karla, dejándose caer sin hacer nada por evitarlo. Ese fue el sueño más lindo que había tenido en muchísimos años.
Desde esa noche, él volvió todas las noches al bar y tomó algunos tragos pero, por sobre todo, fue a ver a Karla… La obstinada ausencia de otros parroquianos hicieron que las charlas se hicieran más personales, más íntimas, más confidencias y necesidad. De los dos.
La víspera de dejar el hotel, él se sentó a la mesa que había ocupado cada noche y ella, sonriendo, le trajo una primera medida larga de ron, hielo molido y cola y se sentó a su lado. Como siempre, no había nadie.
William, silencioso y abstraído, miraba con insistencia cada uno de los detalles del bar del Hotel Bahía como si los viera por primera vez, como si quisiera aprendérselos de memoria: las botellas ordenadas, las copas colgando boca abajo sobre un costado de la barra, los cuadros color pastel en las paredes, aquí y allá, las luces (esas luces que eran casi sombras)…
-¿Pasa algo que yo no sé? -preguntó Karla, con inquietud.
-Mañana me voy.
-¿Mañana?
-Es decir, hoy…, cuando llegue la mañana.
Los hermosos ojos color tabaco de la muchacha se llenaron de lágrimas.
-¿Y entonces?
-No sé… Seguramente será tiempo de volver a esa vida que dejé en espera mientras estaba aquí… Seguramente.
-¿Y qué fue este tiempo, William?
-No sé… Tal vez el tiempo que necesitaba para encontrarme.
Los hermosos ojos color tabaco de la muchacha se llenaron de furiosos relámpagos multiplicados por las lágrimas:
-¿Y te vas a ir así, sin hacerme tuya, sin dejarme que te haga mío?
No voy a contar lo que pasó en la habitación esa última noche. No voy a contarlo porque lo que pasó en la habitación les pertenece enteramente a Karla y a William, y sólo a ellos.
Imaginen ustedes si quieren las bocas ávidas, el chocar de los dientes, las lenguas enroscadas, las salivas que se confunden, las manos urgentes, los dedos encabritados, las piernas apretándose, y los sudores que se aúnan, mientras los cuerpos se abrazan y se abrasan, desnudos por primera vez...
Sospechen el olor de los géneros, envolviéndolos en un sopor impar…
Supongan como se inflama, se clava, empuja, se atornilla, se revuelve, se hunde, se desespera, agoniza y resucita esa porción del cuerpo que hace un hombre a William Alfaro…
Tramen como late, se abre, recibe, cobija, humedece, resbala, se ahonda, se contrae, se tensa, se inunda, y se distiende esa cavidad que entre las piernas de Karla la hace ser mujer…
Imagínenlos, si quieren, jadear, gemir, morderse, apretarse, arquearse, tensarse y destensarse…
Yo no voy a contárselos. Les pertenece sólo a ellos.
Cuando al fin se despertó, “Walo” estaba solo en su cama de la habitación 49, aunque íntimamente temía que iba a ser así. Preparó sus maletas, fue hasta la conserjería, saldó su cuenta, miró hacia la puerta del bar en el que cada noche buscaba a Karla… Pero he aquí que la puerta no estaba, que el bar no estaba, que no había absolutamente nada debajo de las escaleras… Preguntó al señor Roque, el encargado, y éste le dijo que no, que nunca había habido un bar, ni una Karla que lo atendiera en el Hotel Bahía. Nunca…
No preguntó nada más, se despidió y se fue.
Cuando Karla despertó, sola en la cama de su casa, se sorprendió un poco de estar ahí, pero prefirió no hacerse preguntas que, seguro, no sabría cómo responder… Más tarde, un poco antes de las primeras sombras del crepúsculo y como todas las jornadas, fue hasta el hotel para iniciar su trabajo. Antes de abrir la puerta del bar, casi con pereza, como si fuera algo de casual importancia, una nadería de compromiso, preguntó al señor Roque por el periodista ése, el de la habitación 49.
-¿Quién decís?
-William Alfaro, el periodista que estaba alojado en la 49.
-Karla, hija, jamás lo escuché nombrar… Y además, que yo sepa, el Hotel Bahía siempre ha tenido 26 habitaciones.
… En esos lugares del mundo en donde a uno le gustaría estar viviendo pero no vive, pareciera que siempre suceden historias sorprendentes… Esto que les he contado, justamente, les digo que sucedió un mes de mayo de espeso calor, en el país más pequeñito y hermoso de América, allá lejos, en la América Central.
Así fue.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
La lágrima de Dios
jueves, 22 de noviembre de 2007
Deseando la verdad, esperándola...
Deseando la verdad, esperándola, destilando laboriosamente unas pocas palabras, deseando siempre (se inicia un grito a la izquierda, otro a la derecha; ruedas golpean divergentes; omnibuses se conglomeran en conflicto), deseando siempre (el reloj asevera con doce claras campanadas que es mediodía; la luz vierte escamas de oro; niños se arremolinan), deseando siempre verdad. Roja es la cúpula; de los árboles cuelgan monedas; el humo sale lento de las chimeneas; ladrido, alarido, grito. «Compro metal»... ¿Y la verdad?
Como rayos orientados hacia un punto, pies de hombres, pies de mujeres, negros o con incrustaciones doradas (Esa niebla... ¿Azúcar? No, gracias... La Commonwealth del futuro), la luz del fuego salta y deja roja la estancia, salvo las negras figuras y sus ojos brillantes, mientras descargan una camioneta fuera, la señorita Thingummy sorbe té en su mesa escritorio, y las vitrinas protegen abrigos de pieles.
Cacareada, leve cual hoja, rizada en los bordes, pasada por las ruedas, plateada, en casa o fuera de casa, reunida, esparcida, derrochada en diferentes platillos de la balanza, barrida, sumergida, desgarrada, hundida, ensamblada... ¿Y la verdad?
Recordar ahora junto al fuego del hogar la blanca plaza de mármol. De las profundidades de marfil se alzan palabras que vierten su negrura, florecen y penetran. El libro caído; en la llama, en el humo, en las perecederas chispas; o ya viajando, la bandera en la plaza de mármol, minaretes debajo y mares de la India, mientras los espacios azules corren y las estrellas brillan... ¿la verdad?, o bien, ¿satisfacción con su proximidad?
Perezosa e indiferente la garza regresa; el cielo cubre con un velo sus estrellas; las borra luego.
Virginia Woolf
(Londres, 25 /1 /1882 - † Rodemell, 28 /3 /1941)
Escritora y ensayista británica.
Sufrió una enfermedad mental conocida como “Trastorno Bipolar de la Personalidad”. Se suicidó lanzándose al río Ouse, en Rodemell con un montón de piedras en los bolsillos.
28 de Marzo de 1941
Querido,
Me siento segura de estar nuevamente enloqueciendo. Creo que no podemos atravesar otro de estos terribles períodos. No voy a reponerme esta vez. He empezado a oír voces y no me puedo concentrar. Por lo tanto, estoy haciendo lo que me parece mejor hacer. Tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todas las formas todo lo que alguien puede ser. No creo que dos personas hayan sido más felices hasta que apareció esta terrible enfermedad. No puedo luchar por más tiempo. Sé que estoy estropeando tu vida, que sin mi podrías trabajar. Y lo harás, lo sé. Te das cuenta, ni siquiera puedo escribir esto correctamente. No puedo leer. Cuanto te quiero decir es que te debo toda la felicidad en mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bondadoso. Quiero decirte que todo el mundo lo sabe. Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. Nada queda en mi salvo la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir destruyendo tu vida por más tiempo.
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido.Introducción de la película Las Horas, en la que Virginia Woolf (Nicole Kidman) escribe la carta de suicidio.
miércoles, 21 de noviembre de 2007
El muchacho que escribía poesía

(Yukio Mishima)
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. "La algarabía es por mis 15 años". Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:
-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?
-¿Quiere decir Schiller?
-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la "execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño en colores.
(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).
-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.
-¿De qué?
-La verdad es... -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.
-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.
R respondió débilmente:
-Este no es momento para la poesía.
-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?
-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio.
-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?
-Porque era un genio.
-Entonces...
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.
-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. "Mi frente también es abultada", se dijo. "Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa".
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.
-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. "Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía", pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.
Yukio Mishima (Kimitake Hiraoka)
(Tokio 14/1/1925 - 25/11-1970)
Se suicidó como el más noble samurai, bajo el ritual del harakiri, como el más grande escritor japonés. Una o más katanas atravesaron su abdomen.